El principal deber de un lector, Alberto Manguel

Alberto Manguel

¿Quién es Don Quijote? Ante todo, un lector.
Alberto Manguel

¿En qué consiste ser justo o injusto en el mundo de Alonso Quijano? La injusticia se manifestó en cada aspecto de la España del Siglo de Oro. Durante el reinado de Fernando e Isabel, España se había inventado una identidad de cristiano limpio, limpieza supuestamente afirmada tras las sucesivas expulsiones de judíos y árabes. Contra esa ficción, Cervantes construye la ficción del Quijote, entregando la autoría de su obra a un escritor árabe, Cide Hamete Benengeli, y haciendo de Ricote, el morisco vecino de Sancho que regresa a escondidas del destierro al que fue condenado, y declara que España es su patria.

Hablando de nuestro país en los crueles tiempos de Rosas, y por extensión en todos los tiempos crueles a través de los cuales hemos vivido y seguimos viviendo, Borges escribió que «la crueldad no fue el mal de esa época sombría. El mal mayor fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio, el régimen embrutecedor de divisas vivas y muertas.» Así en la España de Cervantes, donde la mentira oficial contagió de mentiras de todas las capas sociales de la sociedad y permitió a todos sus miembros el torpe placer de la violencia física e intelectual.

En primer lugar, la mentira contagia a los que detienen el poder y que se creen permitido, por su posición autoritaria, de engañar a los otros, como lo hacen los duques con quienes Don Quijote se encuentra, de burlarse hasta la tortura de un viejo loco y de su escudero. También como lo hace el patrón de Andrés, infinitamente codicioso, rehusándose a pagar lo que deben a sus obreros.

En segundo lugar, contagia a la gente del pueblo, como a los gallegos que muelen a palos a Don Quijote y Sancho, o como al barbero que se hace cómplice del engaño para enjaular al viejo hidalgo, o como los guardas de los galeotes encadenados a los quienes Don Quijote les dice que «no es bien que los hombres honrados sea verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello.»

Y finalmente, contagia a los intelectuales como el bachiller Sansón Carrasco, quien disfrazado del «Caballero de la Blanca Luna» derrota a Don Quijote y lo obliga a renunciar a sus ambiciones éticas. Estos intelectuales como Carrasco son, me parece a mí, los peores de todos, porque tienen a su alcance los medios para imaginar un mundo mejor, menos injusto, y no lo hacen, o no lo quieren hacer. Carrasco es el prototipo del lector que disfruta de la literatura pero que no cree cabalmente en ella. Es como era Pedro de Mendoza — y confieso que yo también, más veces de las que quiero acordarme, he sido así: incapaz de volcar en sus actos las lecciones de sus libros. No sólo descree Carrasco de la capacidad redentora de la ficción, y de la posibilidad que ésta ofrece a sus lectores de ser más inteligentes, menos egoístas, menos arrogantes, más compasivos, si que obliga a Don Quijote a descreer también de ella. Y cuando el caballero, fiel a su promesa, abandona su lucha contra la injusticia y se vuelve a su casa, curado (por decirlo así) de su aparente locura, deja de ser Don Quijote, deja de ser el lector iluminado que fue, y muere como el mero Alonso Quijano. O quizás no. Al final de la Segunda Parte, cuando «entre compasiones y lágrimas» el viejo hidalgo da su espíritu, Cervantes, como incapaz de resignarse al sacrificio de su criatura, vuelve a nombrarlo «Don Quijote». Y es bajo ese nombre, fruto de las lecturas, que lo recuerdan las generaciones sucesivas.

He mencionado los primeros Quijotes que llegaron a nuestras tierras de contrabando. De alguna manera, estas maniobras contrabandistas a la sombra de la voluntad autoritaria, reflejaban al libro aún por leer. Porque esencialmente, a partir del momento de su concepción, Don Quijote de la Mancha es un libro subversivo. Contra la autoridad arbitraria de los nobles y los ricos, contra el egoísmo y la infidelidad de la gente de pueblo, contra la arrogante equivocación de los letrados y universitarios, Don Quijote insiste que el principal deber de un lector es actuar en el mundo con honestidad moral e intelectual, sin dejarse convencer por eslóganes tentadores y exabruptos emotivos, ni creer sin examinar noticias aparentemente veraces. Quizás ese modesto principio suyo pueda hacernos, como lectores en esta sociedad caótica en la que vivimos, más tolerantes y menos infelices.

Alberto Manguel
Discurso de Inauguración de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires
21 de abril de 2016

Foto: Alberto Manguel

Previamente en Calle del Orco:
La libertad en el Quijote, Sergio Pitol