Albert Thibaudet, que fue un crítico extraordinario, trazó una interesante distinción entre los escritores que “tienen una posición” (piénsese en Víctor Hugo, por ejemplo) y los escritores que “tienen una presencia” (y aquí el ejemplo de Stendhal nos viene enseguida a la mente).
Cuando leemos Los miserables nos sentimos cautivados, inspirados, abrumados, sin por ello sentir necesariamente una especial urgencia por conocer a fondo la vida de Hugo; o, si lo hiciéramos, ello probablemente no supondría un aumento de nuestra estima por su obra maestra, puede que incluso disminuyera nuestra admiración, a medida que fuésemos descubriendo que el autor fue un poco menos magnánimo que su creación.
Con Stendhal sucede precisamente lo contrario. Los beylistas (no deja de ser curioso que los admiradores de Hugo no se llamen a sí mismo hugolistas) devoran con pasión cada pedazo de papel en el que Henri Beyle escribió algo –de hecho, algunas de sus ideas más originales, ocurrencias y paradojas fueron surgiendo a voleo, de manera totalmente casual: anotadas en los márgenes de los libros, en hojas sueltas o en el reverso de sobres usados. Las leemos todas ellas con la misma avidez, con la esperanza de lograr una comprensión cada vez más íntima del hombre que hay detrás de lo escrito.
En la conclusión de su ensayo sobre Stendhal, Paul Valéry comprendió el corazón del maestro: “A mi modo de ver, Henri Beyle es mucho más un tipo de “talento” que un literato. Es demasiado él mismo como para ser reductible a la condición de escritor. Eso es lo que gusta de él, lo que disgusta y me gusta. No acabaría nunca con Stendhal. No se me ocurre mayor alabanza”.
Simon Leys
Con Stendhal
Imagen: Stendhal, croquis de su propio epitafio
En italiano: «Errico Beyle, milanés. Vivió, escribió, amó.
Esta alma adoraba Cimarosa, Mozart, Shakespeare»
Previamente en Calle del Orco:
La conspiración de Stendhal, Leonardo Sciascia
La palabra “adorable”, Leonardo Sciascia