La discusión en torno a la literatura comprometida es ociosa.
La tristemente pregunta frecuente en las discusiones públicas, de si los libros deben cambiar el mundo, no es sino una cuestión de carácter retórico. La pregunta se formula de vez en cuando para evitar que la charla decaiga, mientras los libros siguen cambiando la faz del mundo, aunque lo quieran o no, aunque sus autores lo quieran o no; y no sólo los libros cuyas repercusiones han sido notorias, como por ejemplo las novelas de Dickens, modificadoras del sistema escolar y benéfico-social inglés […].
Sin duda, el autor de un libro no está eximido de responder a la pregunta de si quiere o no cambiar el mundo, pero su negación o su afirmación no influyen en absoluto sobre la realización de sus verdaderos propósitos. Cuando alguien hace uso de la lengua, o ésta de él, penetra en ámbitos donde ya no es posible controlar las repercusiones. Cuando escribe Sangre o Terraza o Agua con azúcar o Espía atómico, no sabe lo que está causando; con cada palabra está pagando una herencia cuyo montante desconoce y nunca sabrá qué mundos está poniendo en movimiento con una determinada palabra en un determinado lector. Un joven de dieciséis años compra en una librería de ocasión una obra de Nietzsche, una joven dama, agitada por las fiebres de la moda, pide el libro «que hay que haber leído», ni Nietzsche ni el candidato en la lista febril conocerán lo que han generado. Nosotros los inicidados creemos saber con precisión adónde pertenece Karl May, de qué mundo forma parte Marcel Proust; al afectado le da igual dónde ha cogido la fiebre: si en el tranvía, atravesando un barrio sucio y periférico, o en un salón donde delicadamente tintinean las tazas de té […].
Son pocos los libros cuyo papel se recicla y se convierte en pasta; una vez entregados, viven en algún lugar, abandonados a su suerte. Por un instante son nuevos, pero al siguiente ya son viejos; apenas existe diferencia entre un libro cuya edad se mide en tres instantes y otro de setenta años. Cada libro cambia la faz del mundo, nos ofrece su savia en blanco y negro. Ya sea sobre la apicultura, ya sobre San Pablo, cada uno se nos presenta con una pretensión casi insoportable, aunque se declare sin pretensiones. La pretensión de ser sin pretensiones es más difícil de soportar que la amenazadora seriedad del profeta. Los libros sin pretensiones no existen.
Heinrich Böll
Los libros cambian la faz del mundo (1960)
Foto: Un chico lee en medio de las ruinas de una librería de Londres
después de un ataque aéreo, 8 de octubre de 1940.