Mi entrevistador, al que había perdido de vista desde hacía más de un año, vino a acosarme a propósito de ese número que prepara Fontaine como homenaje a la literatura de los Estados Unidos. De una manera que me pareció poco correcta, se sorprendía de que pudiera interesarme en esto, pues, insinuaba, nada le parecía más alejado de mí…
A lo largo de mi larga carrera -le dije-, he conocido a dos clases de personas: aquellos que se enamoran, tanto en literatura y en las artes como en la naturaleza de aquello que se les asemeja, y se sienten decepcionados por toda obra que no les ofrezca un espejo en el cual reconocerse; y aquellos que, en sus viajes a través de los países o los libros, buscan una extrañeza consejera, de modo que, entre más se diferencia de ellos el paisaje, más lo encuentran de su agrado. Yo soy de estos últimos. No hay literatura contemporánea que atraiga más mi curiosidad que la de la joven Norteamérica. Sí, aún más que la de la nueva Rusia.
Añadí que mi atención por la voz de los Estados Unidos no databa apenas de ayer y que me parecía haber sido uno de los primeros en Francia en admirar a Melville, en leerlo y en hacer que alrededor de mí fuera leído, mucho antes de que Giono emprendiera la traducción del admirable Moby Dick. Lo mismo ocurrió con el Walden de Thoreau: me acuerdo del día en que Fabulet, al que encontré en la place de la Madeleine, me comunicó su descubrimiento: «¡Un libro extraordinario!, que hasta ahora nadie conoce en Francia…» Ese libro, yo lo llevaba aquel día en el bolsillo.
Pero en lo que concierne a las producciones recientes, otros se me han adelantado: fue Malraux quien me hizo leer a Hemingway y a Faulkner. Me tomó algún tiempo, lo confieso, aclimatarme a este último, al que considero actualmente como a uno de los más importantes, quizá el más importante, de esta nueva pléyade. Sin embargo, el que me ofreció más vivo placer, fue Steinbeck. En lo que respecta a Dos Passos, lo admiro más que de lo que me encanta. Siento el procedimiento en su forma de escribir; su puntillismo me fatiga, aun cuando es de los mejor logrados, y veo en su intrépido modernismo el anuncio de un prematuro envejecimiento. No lo acompaño muy bien a través de esas instantáneas que me deslumbran una tras otra, pero que permanecen descoordinadas en mi espíritu hasta el grado de que, tras haber terminado pacientemente la lectura de los tomos de Manhattan Transfer o de Paralelo 42, me habría sentido absolutamente incapaz de agrupar impresiones sucesivas alrededor de un centro, incapaz incluso de saber de quién y de qué me había hablado el autor. Pero, de página en página, en tanto leía, me sentía dominado: por fuerza había de encontrar aquello «muy bueno».
André Gide
Entrevista imaginaria
Foto de André Gide