Robert Louis Stevenson o la imaginación de Marcel Schwob

Recuerdo perfectamente aquella suerte de conmoción imaginativa que me provocó el primer libro de Stevenson que leí: La isla del tesoro. Me lo había llevado para un largo viaje en tren hacia el sur. Empecé mi lectura bajo la temblorosa luz de una lámpara de ferrocarril. La aurora meridional teñía de rojo las ventanillas del vagón cuando desperté del sueño de mi libro, como Jim Hawkins tras el graznido del loro: “¡Reales de a ocho! ¡Reales de a ocho!”. Tenía ante mis ojos a John Silver, «con una cara tan grande como un jamón y cuyo ojo era apenas un puntito, aunque reluciente como un pedazo de cristal”. Veía el rostro azul de Flint, quejándose –borracho de ron, la ventana abierta- de un día de calor en Savannah, y la monedita de papel ennegrecida por la ceniza y recortada de una Biblia en la palma de John el Largo. Veía el rostro color de cera del hombre a quien faltaban dos dedos y el mechón rubio que desde el cráneo de Allardyce flotaba en el viento marino. Oía aquellos dos jadeos de Silver al clavar su cuchillo en la espalda de la primera víctima y el vibrante canto de la hoja de acero de Israel Hands, quien del hombro colgaba en el mástil al pequeño Jim. Oía el tintineo de las cadenas de los ahorcados sobre Execution Dock y la ligera, aguda, temblorosa, aérea y dulce voz que se elevaba entre los árboles de la isla para cantar quejumbrosamente: “¡Darby M’Graw! ¡Darby M’Graw!”.
Entonces supe que había sucumbido al poder de un nuevo creador de literatura y que mi espíritu sería acosado por imágenes de color desconocido y por sonidos apenas oídos. […]

Ahora, el creador de tantas visiones descansa en la afortunada isla de los mares australes.

Dicen que estás en las Islas de los Bienaventurados.

Desgraciadamente, ya no veremos nada con «el ojo de su mente».
Todas las hermosas fantasmagorías que atesoraba aún en potencia descansan en una estrecha tumba polinesia, no lejos de una brillante franja de espuma: última imaginación, tal vez también irreal, de una vida dulce y trágica. “I do not see much chance of our meeting in the flesh” (*), me escribía. Era tristemente cierto. Para mí, permanece envuelto en una aureola de sueño. Y estas pocas páginas no son más que el ensayo de una explicación que me doy sobre los sueños inspirados por las imágenes de La isla del tesoro durante una radiosa noche de verano.

Marcel Schwob, 2 de junio 1894
Robert Louis Stevenson
La Revue hebdomadaire

Cuadro de Jean-Leon Gerome, 1920
La captura del pirata Blackbeard

(*) No veo muchas posibilidades de que nos encontremos en persona.