Me he sentido abrumado durante dos días por una escena de Shakespeare (la primera del acto III de El Rey Lear). Este tipo va a conseguir que me vuelva loco. Los otros, más que nunca, me parecen unos niños a su lado.
En esta escena, todo el mundo, al límite de la miseria y en un total paroxismo, pierde la cabeza y desvaría. Tres clases diferentes de locura aúllan a la vez, mientras el bufón bromea, cae la lluvia y resplandece el trueno. Un joven señor, a quien hemos visto rico y hermoso al principio, dice esto: «¡Ay!, he conocido a las mujeres, he sido arruinado por ellas. Desconfiad del ruido ligero de su vestido y del crujir de sus zapatos de raso, etc.» ¡Ay, poesía francesa, que agua más clara, en comparación! ¡Cuando pienso que seguimos con los bustos! ¡Racine! ¡Corneille!, ¡y otros poetas de ingenio, aburridos hasta reventar! ¡Me pongo a rugir! Querría (aún cita del viejo) «triturarlos con un mortero, para pintar después con los residuos las paredes de las letrinas». Sí, me he trastornado. No he hecho más que pensar en esta escena del bosque en que se oye a los lobos aullar y en el que el viejo Lear llora bajo la lluvia y se arranca las barbas al viento.
Cuando se contemplan estas cimas, uno se siente pequeño: «nacidos para la mediocridad, estamos aplastados por los espíritus sublimes»
Gustave Flaubert
Domingo noche, 29 de enero de 1854
Carta a Louise Colet