«Borges perturbó la prosa literaria española de una manera tan profunda como lo hizo, antes, en la poesía, Rubén Darío. La diferencia entre ambos es que Darío introdujo unas maneras y unos temas -que importó de Francia, adaptándolos a su idiosincrasia y a su mundo- que de algún modo expresaban los sentimientos (el esnobismo, a veces) de una época y de un medio social. Por eso pudieron ser utilizados por muchos otros sin que por ello los díscipulos perdieran su voz. La revolución de Borges es unipersonal; lo representa a él y solo de una manera muy indirecta y tenue al ambiente en el que se formó y que ayudó decisivamente a formar (el de la revista Sur). En cualquier otro que no sea él, por eso, su estilo suena a caricatura.
Por ello, está claro, no disminuye su importancia ni rebaja en lo más mínimo el enorme placer que da leer su prosa, una prosa que se puede paladear, palabra a palabra, como un manjar. Lo revolucionario de ella es que en la prosa de Borges hay casi tantas ideas como palabras, pues su precisión y su concisión son absolutas, algo que no es infrecuente en la literatura inglesa e incluso en la francesa, pero que, en cambio, en la lengua española tiene escasos precedentes […]. El español, como el italiano y el portugués, es un idioma palabrero, abundante, pirotécnico, de una formidable expresividad emocional, pero, por lo mismo, conceptualmente impreciso. Las obras de nuestros grandes prosistas, empezando por la de Cervantes, aparecen como soberbios fuegos de artificio en los que cada idea desfila precedida y rodeada de una suntuosa corte de mayordomos, galanes y pajes cuya función es decorativa. El color, la temperatura y la música importan tanto en nuestra prosa como las ideas, y en algunos casos más. No hay en los excesos retóricos típicos del español nada de censurable: expresan la idiosincrasia profunda de un pueblo, una manera de ser en la que lo emotivo y lo concreto prevalecen sobre lo intelectual y lo abstracto. Es esa fundamentalmente la razón de que un Valle-Inclán, un Alfonso Reyes, un Alejo Carpentier o un Camilo José Cela -para citar a cuatro magníficos prosistas- sean tan numerosos a la hora de escribir. La inflación de su prosa no los hace ni menos inteligentes ni más superficiales que un Valéry o un T.S. Eliot. Son, simplemente, distintos, como lo son los pueblos iberoamericanos del pueblo inglés y del francés. Las ideas se formulan y se captan mejor, entre nosotros, encarnadas en sensaciones y emociones, o incorporadas de algún modo a lo concreto, a lo directamente vivido, que en un discurso lógico. Esa es la razón, tal vez, de que tengamos en español una literatura tan rica y una filosofía tan pobre, y de que el más ilustre pensador moderno del idioma, Ortega y Gasset, sea sobre todo literario.
Dentro de esta tradición, la prosa literaria creada por Borges es una anomalía, una forma que desobedece íntimamente la predisposición natural de la lengua española hacia el exceso, optando por la más estricta parquedad. Decir que con Borges el español se vuelve «inteligente» puede parecer ofensivo para los demás escritores de la lengua, pero no lo es. Pues lo que trato de decir es que, en sus textos, hay siempre un plano conceptual y lógico que prevalece sobre todos los otros y del que los demás son siempre servidores. El suyo es un mundo de ideas, descontaminadas y claras -también insolitas- a las que las palabras expresan con una pureza y un rigor extremados, a las que nunca traicionan ni relegan al segundo plano. «No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregamos», dice el narrador de «El Inmortal», con frases que retratan a Borges de cuerpo entero. El cuento es una alegoría de su mundo ficticio, en el que lo intelectual devora y deshace siempre lo físico.»
Mario Vargas Llosa
Marbella, octubre de 1978
Las ficciones de Borges
Cuadro de Kazimir Malevitch, 1913
Círculo negro