Recuerdos de una librería, George Orwell

Cuando trabajé en una librería de viejo –establecimiento que se suele imaginar, cuando no se trabaja en él, como una especie de paraíso en el que unos encantadores caballeros de edad curiosean entre infolios encuadernados en piel-, lo que más me llamó la atención fue la escasez de personas realmente aficionadas a los libros. Nuestra tienda tenía un surtido de interés excepcional, pero yo dudo que el diez por ciento de nuestros clientes supiesen distinguir un libro bueno de uno malo. Eran mucho más numerosos los esnobs de las primeras ediciones que los amantes de la literatura; más numerosos aún eran los estudiantes orientales que regateaban por los libros de texto baratos, y las más numerosas eran mujeres despistadas que querían un regalo para el cumpleaños de un sobrino […].

La verdadera razón por la que no quisiera pasar mi vida vendiendo libros es que, cuando lo hice, perdí el amor que les tenía. Un librero se ve obligado a mentir sobre los libros, y esto le provoca aversión hacia ellos. Y peor aún es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y acarreándolos de aquí para allá. Hubo un tiempo en que me gustaban los libros; me gustaba verlos, tocarlos, olerlos, sobre todo si tenían más de cincuenta años. Nada me agradaba tanto como comprar un lote de ellos por un chelín en alguna subasta de pueblo. Hay un encanto especial en los viejos e inesperados libros que forman esas colecciones: poetas menores del siglo XVIII, antiguos gaceteros, volúmenes sueltos de novelas olvidadas, ejemplares encuadernados de revistas femeninas de la década de los sesenta. Para la lectura de los ratos perdidos –en la bañera, por ejemplo, o por la noche, cuando uno está demasiado cansado para acostarse, o en el cuarto de hora libre de antes del almuerzo-, no hay nada como un número atrasado del Girl’s Own Paper. Pero tan pronto como entré a trabajar en la librería dejé de comprar libros. Vistos en masa, cinco mil o diez mil a la vez, me resultaban aburridos e incluso levemente repulsivos. Ahora compro alguno, de vez en cuando, pero sólo si es un libro que deseo leer y que no puedo pedir prestado, y nunca compro libros antiguos. El delicioso olor del papel viejo ya no me atrae. Lo tengo asociado con los clientes paranoicos y con las moscardas muertas.

George Orwell
Recuerdos de una librería
Fortnightly, noviembre de 1936

Foto de Topher Hackney