Claro y agradable estaba el cielo, perfumado el aire, y hermoso el aspecto de todas las cosas en torno, cuando el señor Pickwick se inclinó sobre la balaustrada del puente de Rochester, contemplando la Naturaleza y esperando la hora del desayuno. La escena, en efecto, podía muy bien haber hechizado una mente mucho menos reflexiva que aquella ante la cual se presentaba.
A la izquierda del espectador quedaba la muralla ruinosa, rota en muchos puntos, y en algunos, dominando la estrecha ribera con sus rudas y pesadas masas. Grandes matas de hierbajos pendían entre las medallas y puntiagudas piedras, temblando a cada soplo del viento, y la verde hiedra trepaba lúgubremente en torno a las almenas sombrías y derruidas. Tras de éstas se elevaba el viejo castillo, con sus torres sin tejados y sus macisas paredes desmigajándose, pero hablándonos orgullosamente de su antiguo poder y fuerza, cuando, setecientos años antes, resonaba con el entrechocar de las armas o retumbaba con el ruido de los festines y orgías. A un lado o a otro, las riberas de Medway, cubiertas de campos de trigo y pastos, con algún molino de viento acá y allá, o una iglesia lejana, se extendían en todo lo que alcazaba la mirada, presentando un país rico y variado, embellecido aún por las sombras cambiantes que pasaban rápidamente sobre él al alejarse y deshacerse las leves nubes a medio formar, bajo la luz del sol mañanero. El río, reflejando el claro azul del cielo, brillaba y resplandecía en su corriente sin ruido; y los remos de los pescadores se sumergían en el agua con un ruido claro y límpido, mientras sus barcas, pesadas pero pintorescas, se deslizaban lentamente río abajo.
El señor Pickwick fue despertado del agradable ensueño a que le habían llevado las cosas que le rodeaban, al oír un profundo suspiro y sentir un toque en el hombro. Se volvió: a su lado estaba el hombre funesto.
– ¿Contemplando la escena? – preguntó el hombre funesto.
– Eso hacía – dijo el señor Pickwick.
– ¿Y felicitándose por haberse levantado tan pronto?
El señor Pickwick asintió con la cabeza.
– ¡Ah, la gente necesita levantarse pronto para ver el sol en su esplendor, pues es raro que su claridad dure todo el día! La mañana del día y la mañana de la vida se parecen demasiado.
– Tiene usted razón – dijo el señor Pickwick.
Charles Dickens, 1836-1837
Los documentos póstumos del club Pickwick
Cuadro de William Turner, 1843
La mañana después del Diluvio